Es un
derecho humano basado en la dignidad humana. La
dignidad humana es la fuente y fundamento de la libertad de religión. Para
hablar de libertad de religión es importante tener como puntos de referencia
esenciales la persona humana y su dignidad.
Partiendo
de esta consideración, la libertad de religión se manifiesta, en primer lugar,
como un derecho humano. Por supuesto, también conlleva deberes, en particular
el de respetar
la libertad de los demás.
Indudablemente, la puesta en práctica efectiva de la
libertad de religión depende en gran medida de la forma en que se respeta este
deber. Sin
embargo,
sería erróneo pensar que la libertad de religión de cada uno está enraizada en el
deber de los demás de no vulnerarla. La liberta de religión existe, en primer
lugar, como un derecho propio de todas y cada una de las personas.
Considerar
la libertad de religión como un derecho humano estrechamente ligado a la dignidad
humana tiene numerosas implicaciones. Destaquemos algunas de ellas.
En
primer lugar, la persona humana tiene derecho a la libertad de religión aun
antes de que tal derecho sea reconocido por el Estado o por cualquier otra
autoridad competente. Cuando el Estado promulga derechos humanos, no los crea.
Solamente reconoce su existencia.
Esto
no significa que el reconocimiento por parte del Estado no sea importante. Por
el contrario, en toda sociedad organizada con el objetivo de promover la
dignidad humana es esencial que la democracia y el Estado de derecho vayan acompañados
de medidas que garanticen la protección eficaz de los derechos humanos.
La
defensa de los derechos humanos constituye, por lo tanto, un elemento decisivo
de la legitimidad de un sistema democrático y uno de los papeles primordiales
de cualquier sistema jurídico consiste en garantizar la protección de tales
derechos. De la misma forma, el papel del Estado, por muy importante que sea,
encuentra su límite en el respeto a los derechos humanos. Cuando una medida
gubernamental viola un derecho humano fundamental, la legitimidad de esta
última queda cuestionada. De esta situación se desprende un problema delicado
que es saber sobre quién recae la competencia de la decisión. En última
instancia, esta competencia es propia de la conciencia de cada persona.
Con
el riesgo de tener que afrontar consecuencias muy dolorosas, la objeción de conciencia
se convierte así en la expresión más elevada de optar por la dignidad.
Una
segunda implicación de la consideración de la dignidad humana como fundamento es
que no se puede atender a la libertad de religión de forma aislada,
independiente de otros derechos fundamentales. La dignidad humana concierne a
la persona humana en su totalidad, a todas sus dimensiones consideradas en su
conjunto. En este sentido, los derechos humanos se deben contemplar de forma
holística porque son indivisibles. Cuando
se ponen en práctica de forma conjunta, coordinada y armónica, se refuerzan mutuamente.
Intentar
establecer una jerarquía entre los derechos constituye una empresa delicada. Por
muy legítimo que pudiera ser cuando pretende garantizar una mayor protección de
los bienes más elevados, como la vida o los bienes del espíritu, un orden jerárquico
suele conducir a prioridades que no respetan plenamente la dignidad humana.
Este ocurre, por ejemplo, cuando los derechos civiles y políticos se consideran
menos importantes
que
los económicos, sociales y culturales, o viceversa.
La
necesidad de una consideración global no debe oscurecer otra necesidad, en
concreto la de prestar la debida atención a la protección de los bienes de
orden superior. En particular, la dimensión espiritual de la dignidad humana es
tan importante que requiere una atención especial si se quiere poner en
práctica de forma eficaz la libertad de religión. Esta última merece una
atención especial porque afecta a los valores más elevados del ser humano. Más
aún, el respeto a esta libertad en una sociedad determinada constituye una
prueba excelente del respeto que se tiene a los derechos humanos en general en
esa sociedad.
Puesto
que está anclada en la dignidad humana, la libertad de religión no concierne solo
al ser humano en su conjunto, sino a cada individuo. Igual que otros derechos
humanos, la libertad de religión es un principio universal. No puede ser
relativizada en una cultura bajo el pretexto de que procede de otra cultura.
La
definición y puesta en práctica de la libertad de religión ha ido evolucionando
con el paso del tiempo, y las circunstancias históricas y sociológicas han
ejercido en cada sociedad una influencia distinta sobre esta evolución. Por
tanto, es siempre deseable entablar un diálogo con otras sociedades que tienen
distinto concepto de la libertad de religión.
Una
vez más, la necesidad del respeto mutuo entre las culturas no significa tampoco
que la libertad religiosa se pueda relativizar ni que se pueda basar en el
mínimo denominador común. La referencia original a la dignidad humana debe
servir como terreno común y no puede permitir los planteamientos reduccionistas
o exclusivamente negativos.
La
referencia fundamental a la dignidad humana tiene también otra implicación.
Dado que cada ser humano no es solo un individuo único e irrepetible, sino
también un ser social por naturaleza que depende vitalmente de su relación con
otros, su filiación a un grupo social o sociedad organizada son indispensables
para su realización.
Sus
derechos no tienen sentido salvo que los pueda ejercer en su relación con
otros. La libertad de religión, en particular, carece de sentido si su campo de
aplicación se limita al fuero interno de cada individuo. No tiene ninguna razón
de ser a menos que se pueda ejercer en el seno del contexto social en el que
vive el individuo.
En
consecuencia, los individuos que comparten la misma religión tienen el derecho
de practicarla juntos. Así, el grupo que constituyen también tiene derecho a la
libertad de religión. Esto implica que la libertad de religión se debe ejercer
de manera que resulte perceptible en el orden social, en la medida en la que se
respeten el orden público y los derechos de otros grupos.
Dado
que la razón de ser y la fuente de la legitimidad de los poderes públicos es la
búsqueda del bien común, el Estado y los otros organismos públicos tienen el
deber de respetar la libertad de religión y garantizar que sea respetada.
Igualmente, si las autoridades públicas tienen el deber de promover el bien
público, también los individuos, los grupos y los organismos intermedios. El
respeto a la libertad de religión no solo compete al Estado, sino que también
compete a los distintos actores sociales.
Como
parte del bien común, la libertad de religión beneficia a cada miembro de la sociedad,
así como a la sociedad en su conjunto. Considerado desde su aspecto positivo (derecho
a creer) y negativo (derecho a no creer), la libertad de religión favorece la
paz al mismo tiempo que el bienestar individual y colectivo.
Negar
la dimensión espiritual de la persona humana o relegarla a su fuero interno
impide superar los retos que las naturales aspiraciones religiosas de la
humanidad generan en la sociedad, especialmente cuando se expresan de formas
que otros segmentos de la sociedad perciben como amenazadoras.
Una
solución que afronte las necesidades de la dignidad humana requiere el reconocimiento
y la protección no solo del derecho a no creer, sino también del derecho a
creer, tanto
a nivel individual como colectivo, incluyendo formas que sean
significativamente visibles para todos, con el único límite del respeto a la
libertad de quien piensa de otra forma y del orden público.
Las
sociedades que violan la libertad de religión no solo dañan a los individuos,
sino a toda la comunidad. Aunque el camino a una actitud abierta y constructiva
esté lleno de dificultades, es el único coherente con el respeto a la dignidad
de cada persona, así como al bien de toda la comunidad humana.
Nicolas
Michel
Profesor
de Derecho Internacional (Ginebra)
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