Dos son las características que tiene el poder de veto en el Ecuador que lo convierten en un sistema único en el mundo. La primera es que le concede al Ejecutivo la posibilidad de sustituir un texto aprobado por los legisladores por otro de su preferencia. Esta facultad es impensable en cualquier sistema presidencial. Una vez aprobada una ley por la rama parlamentaria, lo máximo que puede hacer el presidente es negar que ciertas partes de ella entren en vigencia, Nada más. Después de todo, veto viene del latín y quiere decir “prohibir”.
Pero permitirle al presidente que reemplace una disposición legislativa que ha sido el producto de un debate entre las varias tendencias políticas representadas en la Asamblea por una que él guste es permitirle que invada un terreno que es reservado a los miembros de la Asamblea. El veto deja de ser tal, pues, el presidente ya no solo que niega que una disposición pase sino que la reemplaza por otra. Así, el presidente podría reemplazar el 90% de las disposiciones de una ley por otras que él prefiera. La ley dejaría de ser la expresión del debate parlamentario. El presidente al hacerlo no ha “vetado” realmente la ley. Lo que ha hecho es que ha producido una nueva.
La segunda característica es más grave. La Constitución exige que si la Asamblea quiere vencer la voluntad del presidente que ha rehecho la ley original a su gusto se necesita la votación de dos tercios del cuerpo legislativo. La tradición ecuatoriana e internacional es que esa mayoría especial se requiera para vencer el veto negativo del presidente. Pero nunca para vencer la nueva ley que él ha producido con el argumento que la ha “vetado”, simplemente porque esa modalidad de veto no está permitida y porque es darle al Ejecutivo dos tercios del Parlamento convirtiéndolo de esa manera en el único legislador. Y ello gracias a una fórmula ideada por la denostada partidocracia…
Hernan Perrez Loose
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*Esta columna fue publicada originalmente en wwweluniverso.com.
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